Baila
cual Venus apolillada, cantando la letra ilegible de una canción que solo ella
conoce. Se abalanza sobre los pasajeros que la esquivan con el cuerpo y la
mirada de asco y horror. Tiene los ojos perdidos y de su rostro cuelga una risa
escasa en dientes, estrepitosa, artificial. La musaraña en su cabello, escaso y
empastado de sudor, se eleva al cielo. Tal parece que es el cuerpo el que cubre
los harapos que mal la cubren, su cuerpo de huesos móviles atiborrados de
tiñas, herpes, quemaduras, heridas... su cuerpo, un libro viviente de
enfermedades dermatológicas diría el célebre profesor Roca Goderich.
El
conductor del ómnibus le ordena sentarse, la voz que escupe fuego indigna
aún más a las señoronas arrellanadas en sus asientos. Pero es solo música para
sus oídos, ella no escucha, en su mundo solo puede ver los árboles frondosos en
vez de asientos y personas, el piso de metal parece pasto verde que emana
aquel olor a tierra húmeda y a yerba recién pisada. Danza entre las
miradas hostiles que rechazan su hedor amoniacal, ella no lo percibe, sus nares
hace mucho que no distinguen entre la fetidez de la orina y el aroma de lirios
y azucenas. Conversa ahora, la plática incoherente le resulta excitante,
arregla una y otra vez sus desgarradas ropas, cual si fuera chal de seda sobre
su piel oscurecida y curtida por el sol.
Todos
la observan pero nadie la puede ver. Nadie nota la delicadez de sus gestos que
otrora hubiese engalanado sus manos trémulas y finas. ¿Alguien se percata de
los ojos grandes, llenos de dolor y desosiego? Ni la arruga en su entrecejo, de
noches de insomnio y llanto ablanda aquellos corazones duros e indiferentes a
su miseria y desgracia. Quien pudiera imaginar la penosa historia de Ana la
bella, hoy Ana la loca...
Tenía
15 años aquella mañana de mayo. Los quince años que envidiaría cualquier chica
de su edad. Su cabellera larga hasta las caderas de guitarra española se vestía
de noche oscura, mientras sus ojos índigos iluminaban cual tarde de verano.
Siempre desbordando sonrisas con aquellos dientes de nieve.
La
madre colaba el tan esperado café de la mañana, el padre terminaba de atar los
cordones de sus botas e inclinado en la butaca torcía un tabaquillo con sus
dedos hábiles y ásperos. Las hermanas menores regaban maíz a las gallinas y el
hermanito más pequeño probaba la tiradera que le había preparado el abuelo el
día anterior de una horqueta de guayaba y liga de recámara de camión. Ella
estaba sentada a la diestra del abuelo, que daba brillo a la empuñadura de
bronce del machete, algo desgastada de años de labor incesante en lo profundo
de la pequeña vega que les daba el sustento de cada día.
Todo
parecía transcurrir como de rutina, pero aquella mañana hacía más calor que de
costumbre. Eran apenas las seis, el gallo hacía rato que se había lanzado del
palo del cerezo. Ya el aroma del café inundaba todo el bohío, La madre se
acercaba con las jarritas del humeante prieto cuando se oyó un disparo_
¡Arriba! ¡Tó el mundo pá fuera!
El
padre se paró de un salto, la madre, las niñas y el hermanito se metieron a la
pequeña cocina y el abuelo la miró con ojos de súplica, entra, le dijo con voz
ronca y ella obedeció al instante, él blandió el machete en la mano derecha,
mientras el padre agarró la escopeta de perlen que estaba tras la puerta.
Salieron al frente de la pequeña casa de palma y guano, en el pasillo de piedras
estaban parados unos hombres vestidos de gris, con cascos hasta las cejas y
botas altas lustrosas, en sus manos estaban empuñados los fusiles y pistolas,
cinco de ellos a pie y otros tres detrás de la cerca de ataja negro. Era la
guardia rural.
_ Oye
guajiro, nojotro venemo por la plata que le debe al alcaide_ dijo el de
espuelas de bronce pulidas.
_
Bueno día señó_ respondió el anciano_ me parece que usté se equivocó, aquí en
este rancho no se le debe ná a nadie_ machete en la mano en forma amenazante.
_ El
viejo tiene razón, usté debe estar equivocado. Nojotro no le hemo pedío ná a
nadie y meno al señó alcaide_ masculló el padre con la vieja escopeta en la
siniestra y el tabaquillo sin encender en la derecha.
_
Mire guajiro_ dijo el prieto en el caballo bayo_ eh mejor que se té quietecito
y jaga caso. Dígale al viejo que guarde el machete y usté suelte la escopetica
esa que no mata ni una lagartija.
La
madre y las niñas se abrazaban al hermanito entre sollozos, Ana observaba todo
por la hendija de la ventana. El viento sopló y levantó el polvo hasta la
nariz, los ojos fríos de aquellos hombres lúgubres cruzaban miradas
amenazadoras con el anciano, mientras el padre empuñaba la escopeta con
fuerza... Ana solo alcanzó a escuchar los disparos, el grito de guerra del
abuelo se le clavó en el pecho como un puñal de acero y cuando logró salir
hasta el portal, entre la polvareda y el ruido de las pisadas de los caballos,
pudo ver como se llevaban arrastrándolos a los dos hombres que más amaba en su
corta vida. Lloró su dolor con rabia, arañó la tierra hasta hacer sangrar la
carne bajo sus uñas, gritó su pena a los cuatro caminos y golpeó sus rodillas
con los puños, golpeó y golpeó hasta quedar perdida en el silencio.
Dicen
los que conocen la historia, que ese día el café quedó lleno de moscas en la
mesa, la madre abrazó al pequeño que no entendía sus lágrimas. Ana salió de
casa con la esperanza de encontrar a su padre y al abuelo, o los cuerpos, o los
restos... Pero al caer la tarde, cuando el gallo se subía al palo del cerezo,
una cabellera negra se avizoraba en la guardarraya, el vestido blanco palidecía
debajo del barro y los pies descalzos vestían llagas por doquier. En la mano
derecha el machete del abuelo, con la empuñadura de bronce reluciente, la cabeza
baja y la mirada en el suelo.
Cuentan
que trabajó con la madre en la veguita hasta que cumplió los veinte años, para
ese entonces tenía la espalda ancha y musculosa y la piel de sol y las manos de
hierro. Una mañana besó a su madre en la frente, abrazó a su hermano y sus
hermanas y sin decir palabra, machete en mano y sombrero hasta la nariz, agarró
el camino real. Algunos especulan que se alzó en la Sierra, otros que sirvió en
la clandestinidad, lo cierto es que después de muchos años, Ana regresó al pueblo,
toda de verde, con botas lustrosas, boina hasta la frente que hacia saltar sus
ojos de cielo, sonrisa orgullosa y la mano derecha en la cintura, siempre
empuñando el cabo de bronce pulido. Procuró la vega, el bohío, el palo del
cerezo. El valle cubría todo, maleza y espinos encontró en lo que fue su hogar.
El chófer para
el bus, la estación está vacía, son pasadas las doce, está cansado, arrastra
los pies por el pasillo, no entiende como la gente puede dejar tanta
basura regada. Se va inclinando en un gran esfuerzo hasta recoger los pedazos
de papel, nylon, botellas… siente un hedor que viene del fondo del corredor,
hace una mueca de berrinche, se acerca a la figura que se acurruca en los dos
últimos asientos. La observa con recelo, la toca con un dedo sobre la espalda
ancha y huesuda. Ella se acurruca una vez más, tiene frío… él suspira
resignado, siente pena de aquel manojo de harapos, piensa que quizá no ha
siquiera comido, se le encoje el pecho, se quita el abrigo y la cubre, en tanto
la mira con los ojos del alma. Saca un billete del bolsillo y lo coloca en la
mano helada, un nudo le ata la garganta. Da la media vuelta y una palabra
escueta detiene su marcha:
_
¡Gracias!
La
voz suena más en su recuerdo que en su oído, una voz que viene de antaño y que
trae consigo el canto del sinsonte, el rocío en el cerezo, el vuelo de las
mariposas, el aroma del café… ¡del café!... de un tirón se vuelve y desde un
rostro de líneas de tiempo y huellas de sol sale el azul, el mismo azul que
brilla en el suyo, el azul del abuelo y del padre, el azul de esos ojos casi
sin luz. Ahora ve los rastros de noche en la cabellera de plata, la espalda
ancha que una vez musculosa lo llevó a cuestas tantas madrugadas, los labios
finos que guardaban los besos más dulces y el canto más tierno... Y las manos,
aquella mano que devuelve el billete, aquella otra que guarda la empuñadura
dorada. La abraza, ella no entiende. La noche viste de luto, en la estación las luces se apagan.
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