Duele la palabra en la mano que no sueña con el verso. Duele aún sin saber que le hinca en lo más profundo de su prosa. Aquella mano que se niega a la pluma y al papel. Duélele tanto, que cuando se abre, de sus dedos brotan caricias al vacío.

sábado, 16 de abril de 2016

Huellas de sol


Baila cual Venus apolillada, cantando la letra ilegible de una canción que solo ella conoce. Se abalanza sobre los pasajeros que la esquivan con el cuerpo y la mirada de asco y horror. Tiene los ojos perdidos y de su rostro cuelga una risa escasa en dientes, estrepitosa, artificial. La musaraña en su cabello, escaso y empastado de sudor, se eleva al cielo. Tal parece que es el cuerpo el que cubre los harapos que mal la cubren, su cuerpo de huesos móviles atiborrados de tiñas, herpes, quemaduras, heridas... su cuerpo, un libro viviente de enfermedades dermatológicas diría el célebre profesor Roca Goderich. 
El conductor  del ómnibus le ordena sentarse, la voz que escupe fuego indigna aún más a las señoronas arrellanadas en sus asientos. Pero es solo música para sus oídos, ella no escucha, en su mundo solo puede ver los árboles frondosos en vez de asientos y personas, el piso de  metal parece pasto verde que emana aquel olor a tierra húmeda y a yerba recién pisada.  Danza entre las miradas hostiles que rechazan su hedor amoniacal, ella no lo percibe, sus nares hace mucho que no distinguen entre la fetidez de la orina y el aroma de lirios y azucenas. Conversa ahora, la plática incoherente le resulta excitante, arregla una y otra vez sus desgarradas ropas, cual si fuera chal de seda sobre su piel oscurecida y curtida por el sol. 
Todos la observan pero nadie la puede ver. Nadie nota la delicadez de sus gestos que otrora hubiese engalanado sus manos trémulas y finas. ¿Alguien se percata de los ojos grandes, llenos de dolor y desosiego? Ni la arruga en su entrecejo, de noches de insomnio y llanto ablanda aquellos corazones duros e indiferentes a su miseria y desgracia. Quien pudiera imaginar la penosa historia de Ana la bella, hoy Ana la loca...
Tenía 15 años aquella mañana de mayo. Los quince años que envidiaría cualquier chica de su edad. Su cabellera larga hasta las caderas de guitarra española se vestía de noche oscura, mientras sus ojos índigos iluminaban cual tarde de verano. Siempre desbordando sonrisas con aquellos dientes de nieve.
La madre colaba el tan esperado café de la mañana, el padre terminaba de atar los cordones de sus botas e inclinado en la butaca torcía un tabaquillo con sus dedos hábiles y ásperos. Las hermanas menores regaban maíz a las gallinas y el hermanito más pequeño probaba la tiradera que le había preparado el abuelo el día anterior de una horqueta de guayaba y liga de recámara de camión. Ella estaba sentada a la diestra del abuelo, que daba brillo a la empuñadura de bronce del machete, algo desgastada de años de labor incesante en lo profundo de la pequeña vega que les daba el sustento de cada día. 
Todo parecía transcurrir como de rutina, pero aquella mañana hacía más calor que de costumbre. Eran apenas las seis, el gallo hacía rato que se había lanzado del palo del cerezo. Ya el aroma del café inundaba todo el bohío, La madre se acercaba con las jarritas del humeante prieto cuando se oyó un disparo_ ¡Arriba! ¡Tó el mundo pá fuera!
El padre se paró de un salto, la madre, las niñas y el hermanito se metieron a la pequeña cocina y el abuelo la miró con ojos de súplica, entra, le dijo con voz ronca y ella obedeció al instante, él blandió el machete en la mano derecha, mientras el padre agarró la escopeta de perlen que estaba tras la puerta. Salieron al frente de la pequeña casa de palma y guano, en el pasillo de piedras estaban parados unos hombres vestidos de gris, con cascos hasta las cejas y botas altas lustrosas, en sus manos estaban empuñados los fusiles y pistolas, cinco de ellos a pie y otros tres detrás de la cerca de ataja negro. Era la guardia rural.
_ Oye guajiro, nojotro venemo por la plata que le debe al alcaide_ dijo el de espuelas de bronce pulidas.
_ Bueno día señó_ respondió el anciano_ me parece que usté se equivocó, aquí en este rancho no se le debe ná a nadie_ machete en la mano en forma amenazante.
_ El viejo tiene razón, usté debe estar equivocado. Nojotro no le hemo pedío ná a nadie y meno al señó alcaide_ masculló el padre con la vieja escopeta en la siniestra y el tabaquillo sin encender en la derecha.
_ Mire guajiro_ dijo el prieto en el caballo bayo_ eh mejor que se té quietecito y jaga caso. Dígale al viejo que guarde el machete y usté suelte la escopetica esa que no mata ni una lagartija.
La madre y las niñas se abrazaban al hermanito entre sollozos, Ana observaba todo por la hendija de la ventana. El viento sopló y levantó el polvo hasta la nariz, los ojos fríos de aquellos hombres lúgubres cruzaban miradas amenazadoras con el anciano, mientras el padre empuñaba la escopeta con fuerza... Ana solo alcanzó a escuchar los disparos, el grito de guerra del abuelo se le clavó en el pecho como un puñal de acero y cuando logró salir hasta el portal, entre la polvareda y el ruido de las pisadas de los caballos, pudo ver como se llevaban arrastrándolos a los dos hombres que más amaba en su corta vida. Lloró su dolor con rabia, arañó la tierra hasta hacer sangrar la carne bajo sus uñas, gritó su pena a los cuatro caminos y golpeó sus rodillas con los puños, golpeó y golpeó hasta quedar perdida en el silencio.  
Dicen los que conocen la historia, que ese día el café quedó lleno de moscas en la mesa, la madre abrazó al pequeño que no entendía sus lágrimas. Ana salió de casa con la esperanza de encontrar a su padre y al abuelo, o los cuerpos, o los restos... Pero al caer la tarde, cuando el gallo se subía al palo del cerezo, una cabellera negra se avizoraba en la guardarraya, el vestido blanco palidecía debajo del barro y los pies descalzos vestían llagas por doquier. En la mano derecha el machete del abuelo, con la empuñadura de bronce reluciente, la cabeza baja y la mirada en el suelo. 
Cuentan que trabajó con la madre en la veguita hasta que cumplió los veinte años, para ese entonces tenía la espalda ancha y musculosa y la piel de sol y las manos de hierro. Una mañana besó a su madre en la frente, abrazó a su hermano y sus hermanas y sin decir palabra, machete en mano y sombrero hasta la nariz, agarró el camino real. Algunos especulan que se alzó en la Sierra, otros que sirvió en la clandestinidad, lo cierto es que después de muchos años, Ana regresó al pueblo, toda de verde, con botas lustrosas, boina hasta la frente que hacia saltar sus ojos de cielo, sonrisa orgullosa y la mano derecha en la cintura, siempre empuñando el cabo de bronce pulido. Procuró la vega, el bohío, el palo del cerezo. El valle cubría todo, maleza y espinos encontró en lo que fue su hogar.  
El chófer para el bus, la estación está vacía, son pasadas las doce, está cansado, arrastra los pies por el pasillo, no entiende como la gente puede dejar tanta basura regada. Se va inclinando en un gran esfuerzo hasta recoger los pedazos de papel, nylon, botellas… siente un hedor que viene del fondo del corredor, hace una mueca de berrinche, se acerca a la figura que se acurruca en los dos últimos asientos. La observa con recelo, la toca con un dedo sobre la espalda ancha y huesuda. Ella se acurruca una vez más, tiene frío… él suspira resignado, siente pena de aquel manojo de harapos, piensa que quizá no ha siquiera comido, se le encoje el pecho, se quita el abrigo y la cubre, en tanto la mira con los ojos del alma. Saca un billete del bolsillo y lo coloca en la mano helada, un nudo le ata la garganta. Da la media vuelta y una palabra escueta detiene su marcha:
_ ¡Gracias!
La voz suena más en su recuerdo que en su oído, una voz que viene de antaño y que trae consigo el canto del sinsonte, el rocío en el cerezo, el vuelo de las mariposas, el aroma del café… ¡del café!... de un tirón se vuelve y desde un rostro de líneas de tiempo y huellas de sol sale el azul, el mismo azul que brilla en el suyo, el azul del abuelo y del padre, el azul de esos ojos casi sin luz. Ahora ve los rastros de noche en la cabellera de plata, la espalda ancha que una vez musculosa lo llevó a cuestas tantas madrugadas, los labios finos que guardaban los besos más dulces y el canto más tierno... Y las manos, aquella mano que devuelve el billete, aquella otra que guarda la empuñadura dorada. La abraza, ella no entiende. La noche viste de luto, en la estación las luces se apagan. 

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