Timor Leste, 7 de mayo de 2007.
Nació un día una planta entre rocas, polvo y tierra. No hubo llanto del cielo en todo un año y medio, apenas pudo alimentarse del rocío. Un amanecer gris le salió del centro de su tallo una horrible espina color del nácar, dolía mucho y sentía que le absorbía toda la sabia que guardaba en su interior. Sufría tanto que cada vez se doblaba más y más, sus hojas se tornaron mustias y lentamente fueron desprendiéndoseles y yendo a parar a aquel suelo árido. No quedaba ya de ella otra cosa que su tallo jorobado y seco con la cruel espina blanca.
Así intentaba sobrevivir, desojada y marchita, con aquella punzante de palidez extrema atormentándola desgarradoramente. Paso el verano que la llevó a tornarse del color de la tierra y el invierno llegó y la azoto sin piedad alguna; el frio de la nieve hizo que su tallo casi sin vida se helara tan intensamente que se le desprendía la corteza en hilos finos de fibra e hielo, pero la siniestra no cedió y se mantuvo más firme que nunca agarrada a ella. El agotamiento y el dolor la hicieron cerrar los ojos y sin darse cuenta cayó en un profundo y largo sueño.
Una mañana despertó ante la suave calidez de un rayo de sol, era tan deliciosa aquella sensación que la guarecía del frio que fue estirándose lentamente hasta quedar totalmente recta mirando con devoción al rubio ardiente que calentaba sus retoños. ¡Sus retoños!, para su alegría y sorpresa descubrió que en toda su extensión brotaban pequeñas y tiernas hojillas verdes, toda ella era verde y feliz se movía al compás del viento que la acariciaba como un manto de terciopelo.
Cuando pudo volver en sí de tanta euforia, miró a su alrededor, todo estaba cubierto de yerba bañada de rocío fresco y las rocas parecían esmeraldas, la tierra apenas se divisaba húmeda debajo de ella. Pero… ¿y su atormentadora?, ¿se le habría desprendido?. ¡No!, descubrió que ya no le dolía, mas bien, la reconfortaba, ¡sí!, era extraño lo que sentía, una mezcla de alivio y placer a la vez.
De pronto unas gotas finas de arcoíris cayeron sobre ella y atónita observó como de la espina blanca nacía una rosa. Tan roja como la sangre y tan bella como un ángel, exótica y aromática que solo tuvo valor para sacudirse suave y tímidamente de modo que se desprendieran los pedazos restantes de aquella espina hueca y destrozada, indefensa y muerta. Entonces, los pétalos de aquel hermoso rubí acariciaron desenvueltos su tallo ya fuerte y pleno de savia nueva y dulce. Se sintió tan feliz que lloró hasta el amanecer y llena de júbilo pidió a las estrellas un centenar de espinas blancas que le regalaran rubíes después de la tormenta.
Pensamiento: La maternidad, aunque en ocasiones, nos provoque angustias terribles, es el mayor regalo que puede recibir una mujer.
Yury
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